Tarzaán

Alejandro Villalobos

Crítica

Alejandro Villalobos expone técnicas mixtas en la sala García Monge.

Por una serie de casualidades conozco la obra de Alejandro Villalobos desde hace años. Organizamos juntos su primera exposición individual en la desaparecida Galería Post-Arq en San Rafael de Escazú. Se trataba entonces de un acuarelista mayormente ocupado en el paisaje urbano, que por momentos recordaba los temas favoritos de Felo García, por momentos los de Guillermo Porras.

Conozco por tanto su desarrollo, su búsqueda, sus tanteos por los mundos emparentados del grabado en metal, el acrílico, la acuarela, el mural (Liceo de Puriscal), sus esfuerzos por la superación técnica y por la más dificultosa e importante del desarrollo de la inteligencia y la sensibilidad. Conozco también sus yerros, sus pasos en falso, sus múltiples cambios de orientación.

Recientemente le había perdido la pista, por lo que no sabía qué esperar. Me gustaba la idea de topar con una exposición cercana a aquel trabajo de la reciente Bienal de Lachner y Sáenz, que insinuaba un esfuerzo de apropiación y crítica al interior de la historia del arte local. Nada que ver, a menos que uno suscriba la teoría de que el paisaje es la columna vertebral de la pintura costarricense (y una visita por las galerías comerciales de la ciudad reafirmaría esta creencia). No, esta vez Villalobos muere de sed en el desierto del esteticismo.

En una muestra curada con maestría, donde el espacio resulta ocupado en su justa medida (11 telas que conforman 6 obras), toda la exploración en materiales no tradicionales desemboca en un intenso estudio de la atmósfera.

El autor divaga entre el paisaje abstraído y un paisaje estilizado, con muy breves referencias figurativas. Tal es el caso de Tormenta, en que se remite al tipo de efectos que alguna vez hicieron de William Turner (1775-1851) uno de los precursores del impresionismo. Lo atmosférico evoluciona luego en busca de los valores semióticos del color, esperando que por esta mera virtud quede clara su intención representativa (Aqua).

En realidad estos son pretextos en pos de un resultado de especial plasticidad; por ello conoceremos experimentos previos en que el asunto era una semilla o una vasija, y equivocadamente quisimos descubrir algún concepto en tales elementos.

La idea de armar varias de las obras como dípticos o trípticos no me pareció desafortunada. Me recordaba Juan Luis Rodríguez alguna vez que un díptico no es una variable de formato, sino que su aplicación debe estar justificada. Villalobos lo hace contrastando los lienzos yuxtapuestos, usándolos como unidades autónomas -aunque relacionadas- de significación. En Doble visión, por desgracia, el contraste se da entre un resultado pictórico (panel primero) y uno mediocre (panel segundo). En Variaciones de un paisaje sentimental, en cambio, se consigue un logro notorio al contrastar la evocación paisajística con la de la estricta impresión retiniana de sus matices. Creo que aquí topamos con la vertiente más prometedora dentro de la presente exposición.

Menos gratificante me resultó -y esto es algo muy personal- el uso de telas cosidas en un solo lienzo: disimulando a veces o en una obviedad adrede, empobrece el efecto total del trabajo.

Otro punto destacable es la incorporación ya definitiva de materiales no convencionales -en especial el papel aluminio- que han permitido al autor sus hermosas texturas y una particular luminosidad.

La última estación de Alejandro Villalobos nos lo muestra aún en pos de un lenguaje propio; dispuesto a cualquier riesgo por alcanzar en el acrílico lo que ya supo conseguir en el grabado en metal. Desde aquí observaré su viaje, sugiriendo.