Tarzaán

Alejandro Villalobos

Crítica

Fue a raiz de una charla casual con un viejo amigo de Barcelona, el galerista y editor Angel Samblancat. Él se refirió al tesón de un artista catalán diciendo que era inasequible al desaliento, una frase que se convertiría en leít motiv al referirme a cierta clase particular de creadores cuyo combustible es una explosiva mezcla de optimismo y voluntad.

Es con un blindaje de esta categoría que Alejandro Villalobos fue catando y desechando estilos, géneros y perspectivas, nutriéndose siempre y evitando con destreza que alguno de esos experimentos hiciera mella en él. Quiero decir que mientras no tuvo la certeza de haber llegado a su universo, de estar preparado para habitarlo, sus obras fueron inclasificables, imposibles de catalogar en una sola escuela o tendencia o de reunirse en torno a un concepto aglutinador. Es como si en una primera fase hubiera entregado todos sus arrestos a la faceta artesanal, al quehacer como una forma de aprender a hacer. Una vez avituallado con técnica y secretos, emprendió el viaje.

Es allí donde encontramos al “Tarzaán” de hoy, navegando.

En esa segunda fase decidió abandonar la contextualización alegórica del objeto, situando el elemento principal flotando sobre una superficie informalista y por lo general monocroma. Este fue un primer gran rompimiento con la academia, que suele orientar para que la imagen observada sea reproducida o interpretada como una unidad de objeto y ambiente. Su decisión, muy propia del posmoderno, posee la cualidad de concentrar todos los valores referenciales en los iconos representados. No quiero decir que el fondo careciera de connotaciones; hay que tomar en cuenta que un lienzo de base monocroma permite al color elegido desplegar plenamente sus valores simbólicos. Por otro lado, existe una diferencia sustancial entre un fondo plano y uno informal, que por obra y gracia de la pincelada puede llegar incluso a sugerir un pathos específico.

Damos así con un objeto liberado de mayores compromisos que los de su apariencia en ese momento, es decir, el de su ser y su acción, congelada, como si observáramos un cuadro aislado de una secuencia en celuloide. Un simple elemento que no parece estar ejecutando una acción es solo él, se autorrepresenta. Un elemento en acción implica un predicado, una consecuencia. En esas obras de Villalobos los presuntos implicados somos los espectadores. Somos nosotros los que lo dotamos de sentido, los interlocutores.

Pero la tentación llevó a Villalobos a una nueva fase en que se corrió el riesgo de sobrepoblar el lienzo, al incluir múltiples elementos adicionales, lo que eventualmente tenía el turbador efecto de saturarnos de información o de eliminar cualquier posibilidad de interpretación, dándonos una anécdota digerida y relegándonos al papel de observadores pasivos.

El artista conjuró este riesgo volviendo al equilibrio de un par de iconos, procurando esta vez no abandonar el terreno de las asociaciones y las sugerencias.

En el pasado fue premiado en la Bienal Lachner & Sáenz con piezas que tocaban de manera irónica problemas de género, haciendo crítica directa a las posiciones asumidas por los roles sexistas en la sociedad latinoamericana contemporánea. Pero como un buen sicoanalista, continuó su exploración del tema para desembocar en los infantes, y la manera en que las agresiones de que son objeto estructuran todas sus actitudes sociales posteriores. Más no tocó la agresión en sí misma, alusión que hubiese rayado peligrosamente en una actitud de denuncia panfletaria. No, su temática fue la de las contradicciones que en resumidas cuentas confunden la psique infantil: el bombardeo de imágenes y valores de distinto signo que preconizan comportamientos enfermizos.

Escogió como personaje central el oso de peluche, por lo que éste tiene de alusivo: asociado de inmediato a la primera infancia, asexuado, receptor neutro de afecto, compañero fiel, la imagen pura de lo inofensivo.

Pero los osos de Tarzaán se comportan según los códigos de los adultos: un boxeador salta de alegría por haber noqueado a otro, aquel le disparó a uno de otro color, otro parece masturbarse ocultando su acto tras un sombrero mexicano y unos chiles picantes se encargan de despejar cualquier duda.

La ambivalencia produce sentimientos encontrados: lo que parece una broma de mal gusto se transforma en una acida crítica del extravío contemporáneo. Se predica la paz y el mundo del espectáculo ensalza la ley de los más violentos. Se predica el amor y se alaba la promiscuidad y las más perversas desviaciones. Pero el efecto es amplificado y especialmente impactante cuando la metáfora no es evidente; si uno no conoce el mundo en que conviven estos ositos de apariencia lúdica, los ama o los odia de entrada por su dulzura meliflua y simplona, pero una segunda observación revela el secreto de su alma oscura.

La obra de Alejandro Villalobos anuncia lo que viene, más que plantearse como completa. Sus creaciones le han valido toda suerte de reconocimientos y han sido expuestas en ferias internacionales de la talla de Arco en Madrid, o las ferias de Guadalajara y Caracas. La multiplicidad de sus facetas augura una profundízación en los temas vedados de nuestra sociedad, desde una perspectiva sin tapujos, descarnada a la vez que de una inusitada ternura, que contrasta con la primera impresión que entrega su personalidad. Al contrarío del mismo Tarzaán, sus pinturas son amenazantes a posteriori, pero su intención es constructiva, posición desde la cual quiere acceder a su trascendencia. Y lo ha logrado.