La ruptura de la eterna primavera
Junio 2018La tierra tiembla, se agrieta y a bocanadas se traga el paisaje. También llueve. Llueve desconsoladamente; el suelo se satura y se desborda, los árboles pesados caen y aplastan todo aquello que está abajo. El viento arrasa lo que tenga en frente, se lo lleva hacia un infinito sin retorno. El calor y el bochorno se sienten hasta el agotamiento. La vegetación crece invasivamente y sin control. El frío punzante penetra hasta el tuétano. En Costa Rica el paisaje se puede tornar así de impresionante, a veces espanta y angustia. No es siempre agradable.
Desde hace dieciocho años y de manera constante, Alejandro Villalobos captura en el lienzo esas imágenes; es casi romántico en el sentido estricto del término; puesto que su intención se centra específicamente en acariciar, concebir e interpretar la naturaleza, aunque en ningún momento pretende ser revolucionario, reaccionario o idealista. Su propuesta es llana y directa. Aunque usualmente se reserva un “pequeño giro irónico para el espectador atento”, menciona John Nadador en un texto de 1999, pues las obras están realizadas con materiales que en sí son culpables por el deterioro del ambiente.
Es uno de los artistas contemporáneos en nuestro país que representa la naturaleza tal cual se mira; o sea, la captura de una manera no idílica. Sus pinturas son amenazantes porque nos dicen, a rajatabla, que somos seres minúsculos ante un todo, y que la naturaleza y el clima nos poseen y dominan, somos apenas una partícula ante la inmensidad. “La obra de Villalobos, un tanto alejada de cinismos e ironías, es más bien una apología visual que celebra la riqueza de este patrimonio vegetal”, continúa Nadador.
Encuadres abiertos, horizontes extensos y elementos saturados. El observador puede ver el momento justo después de llover, sentir la humedad excesiva de la jungla tropical o el frío de los bosques nubosos. El artista replantea el concepto que hemos creado de nuestra biodiversidad nacional como una eterna primavera, y de forma agresiva presenta una Costa Rica desnuda, atemorizante y exuberante.
La génesis desde el taller de grabado
Alejandro Villalobos inició sus estudios en 1977 en la Casa del Artista, guiado por Ricardo “Chino” Morales; “de él, más que técnica aprendí actitudes. Me enseñó a mirar el arte, a ser crítico, a plantearme las cosas de una manera diferente. Por supuesto que hice paisajes y no se vendían mal, pero eso no me llenaba internamente”, explica en una nota periodística de 1994.
En 1986 ingresó a la Universidad de Costa Rica donde cursó la carrera de Grabado. Ahí entró en contacto directo con los materiales de grabado y empezó a utilizar parte de esos en sus obras, gracias al acompañamiento de Juan Luis Rodríguez; aunque también se refleja en su obra la huella de Héctor Burke, quien trabajaba con materiales alternativos desde antes que él, aunque por razones muy diferentes. Desde entonces, la experimentación ha marcado su carrera y su obra se ha visto seducida por el uso del material industrial sobre el clásico.
A finales de 1999 experimentó con la monotipia realizada en una prensa de grabado, siendo lo usual ejecutarla manualmente con los sobrantes de pintura, de manera casi aficionada para no desperdiciar materiales; más cerca de lo pictórico que de lo gráfico. Como resultado, logra producir un mejor registro de imágenes y detalle sobre la lámina, así como controlar más la limpieza y experimentar más posibilidades entre tintas y texturas.
Aun en la pintura, la huella gráfica de su trabajo resulta determinante. De alguna manera, su obra posee una carga significativa de la técnica del grabado, pues en ella se deja ver el tratamiento del rodillo, del pincel, las herramientas caseras y una serie de recursos que deambulan entre lo póvera y lo lúdico. Juega con el azar que le permite la placa metálica al momento de imprimir, por lo que mantiene esa incógnita del resultado final casi incierto de la monotipia.
Se inclina por la austeridad en el grabado y, técnicamente, da volumen a la forma a través de la línea y se sale de la norma tradicional. El artista recuerda las palabras de Juan Luis Rodríguez, quien decía que muchos pintores hacen grabado pensándolo como una pintura chiquita, o algo más fácil de vender que sus pinturas grandes, pero que esa no es la esencia ni el espíritu del grabado.
Uno como artista puede tener un mundo gráfico ligado al pictórico, pero estos no deben ser un reflejo en miniatura del otro.” (Villalobos, A., comunicación personal, 15 de diciembre de 2017). Quizá por esta reflexión, la austeridad cromática predomina en sus grabados.
Materiales tóxicos trascienden en paisaje
Lo que el público observa es justamente lo que el pintor desea comunicar. A ratos bordea la abstracción, basada en la síntesis de colores y formas de la naturaleza. Las manchas y las plastas chorreadas se distinguen en sus series, en las cuales explora de manera recurrente la composición abierta, tomas muy cercanas, follajes, siluetas y efectos lumínicos. “No es puntillismo ni Action Painting, la pintura está arrojada con alevosía, justo donde quiero, y la idea es que el espectador, con la distancia, forme la imagen. De alguna manera todo vibra y se mueve. La pintura arrojada le da un movimiento visual. Si uno enfoca ve una mancha intencional y si se acerca ve el detalle que la conforma. Me gusta haber fusionado la selva y la experimentación técnica a través de los años”, menciona el artista.
Con gran maestría, domina la técnica tradicional de caballete de la manera más poco convencional. Se sale del uso ortodoxo del material y la herramienta, mancha los lienzos con pinturas industriales, aceites y ácidos. Poco a poco, ha sustituido óleo y acrílico por pintura asfáltica, resinas, diluyentes, polvos metálicos, pigmentos, esmaltes y barnices industriales. Mezcla los polvos metálicos de marquetería y los aglutina con barniz de poliuretano de pisos, utilizándolos como pigmento para pintar un cuadro.
La experimentación ha desembocado en una obra en que confluyen las ramas de pintura y grabado. Su técnica es desgarradora y las imágenes resultantes pueden poseer una suerte de sutileza y tranquilidad o de furia y agresividad.
El camino que ha recorrido entre el grabado y lo pictórico casi no tiene límites. Trabaja a partir de bocetos realizados in situ o mediante el registro fotográfico, luego, recrea lo que observa y plantea nuevos escenarios. Para Villalobos, el paisaje es simplemente eso, paisaje, una contemplación casi bucólica -expresaría Joaquín Rodríguez del Paso- de lo que tiene alrededor.