Por Andrés Fernández | Octubre 2006
En la Escuela, cuando las artes eran bellas a nuestros juveniles e inocentes ojos, nos acostumbró a sus incómodos gritos guturales… solo luego nos acostumbró también a sus obras de arte.
Cual personaje del norteamericano Edgar Rice Burroughs se hacia llamar Tarzaán, con esa provocación selvática que siempre signó su actuar y su hacer de ser humano.
Quienes lo conocimos entonces lo vimos evolucionar, como evolucionó -según los darwinistas al menos- del mono al hombre el homo sapiens. Pero este Tarzaán nuestro, nuestro hombre-mono, a diferencia del personaje de los cómics y de las películas de Hollywood, reinaba sobre otro bosque, sobre otra selva que húmeda nos abarcaba como subespecie a todos nosotros; y sus lianas, en las que se colgaba y colgaba a su vez ese grito expresivo y estentóreo, eran como las venas de un bosque nuboso más que las arterias de una selva africana y exótica.
Mas lo cierto del caso y del cuento que acaso traigo aquí, es que Alejandro Villalobos es hoy un artista consolidado y con una obra que, espectadores sensibles ante ella, puede humanos impresionarnos en su naturalidad plástica y hecha. Y lo puede porque su evolución pictórica es de esas que se llevan siglos, milenios supurando su esencia, y que sólo un artista puede extraer cual nutriente sabia, sapiens procesador de una entelequia planetaria.
Pues Tarzaán -me cuesta llamarle Alejandro, y el Villalobos se lo descuento- sabe sintetizar y sintetiza en su actual trabajo, lo que de esencial tiene esa pródiga natura nuestra y que él nos muestra en sus artificiales bosques, habitar arbóreo y vegetal que su personaje nos trae y retrotrae a esta ciudad que tanto carece de memoria histórica y de historia de su nativa naturaleza: el llano bosque que éramos.
Bosque urbano y urbano bosque ahora y por eso, en el que pasearnos libres y estridentes para convocar sus fuerzas telúricas en nuestra ayuda… y en la de nuestra sobre vivencia, cada día más necesitada de la sabiduría de la Naturaleza. Las suyas son entonces piezas verticales, erectas, como evocando su aspiración a lo alto y a lo bello, a lo sublime contenido en la síntesis del humano sueño: la reconciliación con nuestro origen natural, el deseo de volver al Paraíso erguidos, con aquello que todos llevamos de edénicos por dentro.
Frente al trabajo artístico de Tarzaán, tan artificial en sus rollos, en sus resinas y en sus pigmentos, cabe preguntarnos si no dejamos algo atrás en la historia que nos hizo humanos y no monos con sombrero. A la sombra de sus árboles pintados y de sus pintorrejeados bosquejos del bosque nuboso y tropical, cabe callarnos y reflexionar sobre ello, pasearnos entre esos troncos milenarios de papel prensado y pensar, en las pausas que su orgánico ritmo nos provoque, qué de eso dejamos allá para no gritarlo más, cuando debiéramos quizá gritarlo sonoros frente a la selva de concreto en que hemos convertido a la ciudad: lianas, ramas, hojas, troncos, raíces y líquenes elocuentes de los cuentos sin fin que nos cuenta su selva, es lo que nos regala Tarzaán en esta muestra.
Con ella nos demuestra una sensibilidad no inédita, pero sí particular frente a un particular frente a atender por quienes queremos al planeta verde y a nuestro verde país, desde la ciudad que es nuestro natural hábitat. Urbano bosque y bosque urbano en el que irrumpe el grito, la mancha, el colorido, el arte festivo; y con ellos la atmósfera única que un único artista quiere compartirnos a su modo, urbano modo de ser natural, hombre, humano, naturaleza plena y sin embargo, reinar en igualdad de condiciones sobre ella, como fue el divino mandato en el principio, cuando no habíamos comido aún del árbol de la sabiduría, del bien y del mal.